Por Hugo J. Byrne
Dedico estas notas a mi amigo Guillermo Novo Sampol, quien nunca ha desmerecido de la patria esclava ni dudado un segundo en ofrendarlo todo por su libertad y dignidad. También a la memoria de nuestro Poeta Nacional, Agustín Acosta Bello: honrar honra.
El día 12 de octubre pasado el libelo-panfleto Granma de La Habana publicó una reseña amañada del ataque comando realizado por exiliados cubanos a la Capitanía de Boca de Samá en la costa norte de Oriente, el 12 de octubre de 1971. En esa acción de guerra la información brindada por los atacantes sobre el número de muertos y heridos, coincide con la que los esbirros castristas admiten ahora.
La gran diferencia por supuesto, continúa residiendo en la retórica y en los adjetivos. Los damnificados colaterales del ataque insurrecto fueron, de acuerdo a los castristas, víctimas de terrorismo, junto a sus dos esbirros muertos y uno herido: “En esta ocasión fueron muertos el agente del Departamento de Seguridad del Estado Lidio Rivaflecha Galán y el auxiliar de Tropas Guardafronteras Ramón Arturo Siams Portielles, de 32 y 24 años respectivamente, resultando herido el sargento Carlos Andrés Escalante Gómez, jefe del puesto fronterizo”. Los otros heridos no eran esbirros sino dos jóvenes hermanas de 13 y 15 años respectivamente, quienes fueron heridas en los pies. Una de ellas aparece en una fotografía reciente encabezando el artículo, en la que muestra un muñón donde antes estaba su pie. La reseña está firmada en forma redundante por un chupatintas castrista: “Investigador del Centro de Investigaciones Históricas de Seguridad del Estado.”
Para ese panfletario no existe diferencia alguna entre las heridas de esas dos niñas y otros actos premeditados de terrorismo. Actos brutales como la muerte de una joven danzarina de ballet en el Cabaret Tropicana, finalizando la década del 50, no lo recuerdan. La muchacha fue víctima de un petardo colocado en el mismo centro del escenario. Ese petardo sí fue un irrefutable crimen terrorista y cobarde.
La infeliz víctima no tenía que ser específicamente el objetivo deseado, pero el único propósito de su muerte era cundir el pánico popular. Mi familia también fue víctima de un acto terrorista antes de mi nacimiento, aunque gracias a Dios sólo resultó en daños materiales.
En una noche calurosa de Matanzas durante el verano de 1933, mi hermano Mario, nacido a fines de mayo de ese año, fue trasladado del primer cuarto a la otra habitación en el mismo nivel. Un servidor nació en ese primer cuarto durante el otoño del año siguiente.
La primera habitación del piso alto tenía una puerta-ventana de persianas francesas y cristales que abría a un balcón sobre la fachada de la casa, mirando hacia el oeste. Mi padre había adquirido esa propiedad al contraer matrimonio, construyendo el segundo piso para acomodar a su nueva familia. El piso bajo alojaba a mis abuelos paternos y a mi tía.
El segundo cuarto del piso alto, con puerta-ventana de persianas y rejas miraba al norte, al balcón interior sobre el patio del primer piso, a los tejados de muchas otras casas de la manzana y a las Alturas de la cumbre. Esa habitación era, en consecuencia, mucho más fresca y amena. Cuando el viento soplaba hacia el sur desde la Cumbre, podía sentirse el motor del tren del Central Hershey y su sirena en la distancia.
La plácida quietud de esa madrugada fue interrumpida de súbito por una gran explosión: manos criminales habían colocado un petardo de tubería en la puerta a la calle. El viejo portón de madera dura sufrió profundos impactos, aunque ninguno pudo atravesar la formidable barrera. El petardo tenía pocas probabilidades de herir a nadie en la planta baja, ya que las ventanas mirando a la calle estaban en la sala. El balcón del frente sirvió de escudo parcial contra la bomba.
Sin embargo, todas las persianas francesas y los cristales del frente de ambos pisos, cayeron hechos trizas dentro de la casa, incluyendo el preciso lugar donde estaba situada la cunita de mi hermano hasta el día anterior. De no haber sido por el calor obsequiado por la Divina Providencia, Mario no hubiera vivido hasta los 74 años de edad, sino sólo menos de tres meses. Las bombas de tiempo carecen de etiquetas para el destinatario.
El objetivo de ese atentado no era específicamente mi familia y ni siquiera mi casa: la familia del afamado poeta Agustín Acosta Bello y la de mi padre eran muy cercanas. Durante esa época la madre de Agustín era huésped de mis abuelos paternos. Recuerdo muy bien a Adela Bello Herrera durante mi lejana niñez. No así al padre de Agustín, Leandro Acosta, Armas, quien probablemente ya había muerto por ese entonces. Ambos eran oriundos de Islas Canarias, emigrados a Cuba y vecinos de la Ciudad de Matanzas, en el barrio de Pueblo Nuevo. Agustín visitaba nuestra casa regularmente para ver a su progenitora durante ese tiempo y él era el objetivo del cobarde ataque terrorista. Todo eso vino a mi memoria al recibir un correo electrónico que me enviara recientemente mi amigo el Reverendo Martín Añorga, con uno de sus magistrales ensayos. La amistad entre Agustín y nosotros duró hasta su muerte en 1979. Un año antes me obsequió y dedicó un ejemplar de su último libro “Trigo de Luna”.
Agustín Acosta Bello (Matanzas 1886-Miami 1979): máximo exponente de la poesía española post-modernista en nuestro país, fue oficialmente honrado como “Poeta Nacional de Cuba” en 1955. Acosta cursó primera y segunda enseñanza en su ciudad natal. Fue telegrafista de los ferrocarriles y más tarde Director del Servicio Telegráfico (1909-1920). Hombre de letras y autodidacta, Acosta se graduó como Doctor en Leyes en la Universidad de La Habana en 1918. Se hizo notario en 1921, estableciendo su oficina en el pueblo de Jagüey Grande, provincia de Matanzas. Sufrió injusta prisión durante el régimen de Machado y fue Gobernador provisional de Matanzas entre 1922 y 1934. Electo senador, (1936 a 1944). Escribió prosa y verso para “El Fígaro”, “El Cubano Libre” y “Carteles”. Entre sus poemas más conocidos están “La Zafra” y “Las carretas en la noche”. Su acendrado patriotismo entró en conflicto con el Régimen Castrista, forzándolo al exilio en el ocaso de su vida.